La abogacía como resistencia: ejercer el Derecho sin perder la conciencia

Descripción de la publicación.

Diana Murillo

7/11/20253 min leer


En un entorno marcado por la prisa, la indiferencia y la búsqueda de resultados inmediatos, ejercer el Derecho se ha vuelto para mí una forma de resistencia. Una manera firme y deliberada de recordarme que la justicia, para ser legítima, no puede separarse de la conciencia. Y que aún en medio de sistemas hostiles o deshumanizantes, es posible sostener una práctica jurídica con integridad, con escucha, con humanidad.

He tenido la fortuna de crecer bajo el ejemplo de mi padre, un abogado íntegro, ético, profundamente respetuoso de la dignidad humana, incluso en los escenarios más complejos de su ejercicio profesional. En él encontré no solo una figura formativa, sino un recordatorio constante de que la abogacía no tiene por qué estar reñida con la bondad ni con la verdad. Al contrario, puede ser su vehículo más eficaz.

Desde esa raíz decidí construir mi vocación: buscando no solo dominar el sistema jurídico, sino entender profundamente a las personas que acuden a él, muchas veces heridas, agotadas, desorientadas. Mi interés por el Derecho no es un proyecto de carrera, sino una forma de poner al servicio de mi comunidad los talentos que se me han confiado: la capacidad de analizar, de mediar, de acompañar y —cuando es necesario— de proteger con firmeza.

Porque hay una dimensión del Derecho que pocas veces se nombra: su capacidad restaurativa. Y ejercer esa dimensión exige algo más que técnica o conocimiento: exige conciencia.

Recuerdo un caso aparentemente sencillo, pero que me reafirmó la complejidad del rol que elegí. Una noche, al salir de un restaurante, una mujer se acercó a pedirme ayuda. Lloraba. Aseguraba que los propietarios de la casa que rentaba no la dejaban entrar, y que dentro de esa casa ella preparaba alimentos para sobrevivir. Me conmovió. Me pidió que mediara.

Al iniciar el diálogo, descubrí que la historia tenía otra cara. Los propietarios le habían alquilado el inmueble por una renta simbólica, movidos por su situación. Ella llevaba más de tres meses sin pagar y se negaba a desalojar. Las verdaderas víctimas eran ellos.

Tuve que actuar como mediadora, conteniendo la tensión, diseñando una estrategia en la que pudiera hablar con la inquilina desde la empatía, sin que percibiera presión o confrontación. Conseguí que aceptara irse, y los propietarios recuperaron su patrimonio. No hubo remuneración económica, pero sí algo mucho más valioso: la certeza de que mi intervención aportó justicia, orden y paz. Ese día confirmé que incluso en los conflictos cotidianos, el Derecho puede transformarse en un acto de reconciliación y dignidad.

Esos momentos sostienen mi vocación.

Y por eso, hoy —en el Día del Abogado— no celebro solamente un título, ni una firma, ni un expediente ganado. Celebro poder seguir creyendo que ejercer el Derecho no está reñido con tener alma. Que resistir al egoísmo y al individualismo del sistema es posible cuando se tiene una brújula interior clara. Que la técnica jurídica puede y debe ir acompañada de compasión, de criterio y de un compromiso real con el bien común.

Resistir, en este contexto, significa no rendirse ante la despersonalización de la justicia. Significa no normalizar el uso instrumental de las leyes. Significa recordar que detrás de cada juicio hay una historia humana que merece ser entendida antes de ser resuelta.

Y sí: yo elegí estar del lado de quienes aún creen en eso.

Porque la justicia no nace en los códigos, sino en la conciencia de quien los aplica.

Y porque ejercer el Derecho con humanidad no es un gesto asistencial, sino una postura de vida.

Diana Murillo

Abogada