El retrato invisible: la violencia detrás de la imagen perfecta

REFLEXIONES JURÍDICAS

11/5/20256 min leer

Hay historias que no necesitan nombres para reconocerse. Son las que se repiten con diferentes rostros, en distintos hogares, detrás de fotografías que parecen tan perfectas, que podrían venderse como publicidad en los supermercados. Rostros sonrientes, familias aparentemente unidas, parejas que, desde fuera, proyectan el ideal de estabilidad. Pero debajo de esa superficie, a veces se teje una trama más oscura:

La del abuso normalizado, la manipulación emocional y la violencia que se disfraza de amor.

En muchos de estos casos, lo que los mantiene unidos no es el afecto, sino la costumbre, la apariencia o los intereses que cada uno tenga de por medio. Son vínculos cimentados en el control, y en la necesidad de sostener una imagen ante el entorno. Cuando esa estructura se derrumba, suele aparecer la versión más primitiva del ser humano que nace del miedo a perder el poder; y es entonces, cuando comienzan las estrategias para revertir la historia: el agresor busca convertirse en víctima.

El discurso invertido

Es casi un patrón. Cuando alguien intenta romper el silencio, el agresor revierte la narrativa. Habla de “exageraciones”, de “venganza”, de “intereses económicos”. Construye un discurso mediático para desacreditar, apelando a las supuestas debilidades psicológicas de quien sufrió. La víctima, además de sobrevivir a la violencia, debe cargar con la tarea de demostrar que no es lo que se afirma, y además, que no está loca.

El sistema, tanto social como judicial, muchas veces es cómplice de ese relato. En lugar de analizar el contexto y la finalidad protectora con que se documentan los hechos, se obsesiona con los métodos: cómo se obtuvo una prueba, quién capturó una pantalla, si se invadió la privacidad del agresor. Y mientras tanto, se pierde de vista lo esencial, que detrás de esa “evidencia” hay golpes, miedo, humillaciones y violaciones a la dignidad humana que deberían pesar mucho más.

No se trata de una cuestión meramente moral, hay conductas que son delitos. La creación, difusión o intercambio de contenido íntimo sin consentimiento, la coacción, las amenazas o la violencia psicológica no son travesuras privadas; son hechos ilícitos sancionables en el ámbito penal, y generadores de daño moral en el ámbito civil.

El pacto de silencio

Detrás de cada agresor, suele haber una red. Grupos de amigos, colegas, servidores públicos o empresarios que se aplauden entre sí, compartiendo entre risas aquello que debería avergonzarlos. Se sostienen en una especie de pacto de impunidad blanca donde predomina la apariencia de normalidad por fuera y la degradación por dentro.

Allí es donde la violencia se institucionaliza: en las bromas de pasillo, en los chats privados, en los grupos donde se comparte contenido degradante, que sexualiza y se celebra como trofeo. Cada mensaje, cada imagen compartida, refuerza una microestructura de complicidad que sustituye la conciencia individual por la aprobación del grupo. Gente con vidas públicas impecables - padres, esposos, funcionarios, profesionales-, que en privado participan de dinámicas que humillan, cosifican y someten.

La masculinidad frágil y el miedo al espejo

Esta conducta tiene raíces hondas. Muchos hombres crecieron en medio de la carencia afectiva y escaso acompañamiento emocional. Confundieron fuerza con dominio, y consideraron la empatía como debilidad. Se les enseñó que tener poder era más importante que tener propósito. Al llegar a la adultez, carentes de toda identidad formaron familias, pero no aprendieron a sostenerlas emocionalmente. Cuando algo falla, buscan refugio en sus amistades, el grupo, en la ficción de pertenecer: un lugar donde nadie juzga, donde se puede seguir jugando a ser el hombre que el mundo espera, riéndose de lo capturado, aunque eso implique violentar a otros.

Esa es la nueva masculinidad frágil: la que teme el espejo y posterga el examen de conciencia. Y cuando la Ley entra en escena, no la leen como una consecuencia de sus propias acciones, sino como afrenta personal. En vez de responsabilizarse, desacreditan a la víctima; en lugar de reparar, se victimizan.

La violencia que se hereda

El daño de estas dinámicas no termina con el matrimonio ni con el divorcio. Afecta la salud mental, la vida profesional, la autoestima y la reputación. Las mismas redes que protegen al agresor sirven para destruir la credibilidad de la víctima: se le llama “inestable”, “oportunista”, “resentida”. Y el entorno, por comodidad o por miedo, calla.

Las instituciones tampoco están exentas. Cuando quienes deberían defender derechos humanos se convierten en parte del encubrimiento, el mensaje es devastador pues constatan que el poder pesa más que la justicia.

Las implicaciones legales y la necesidad de estrategia

La gravedad de estos casos se mide por su impacto emocional y por sus implicaciones legales. Hay vías penales, civiles y de derechos humanos que pueden activarse según la naturaleza de las conductas: desde la violencia digital y la difusión no consentida de contenido íntimo (reconocida hoy en diversas legislaciones estatales bajo la Ley Olimpia), hasta el daño moral por vulneración de la intimidad, el honor y la vida privada (artículo 1916 del Código Civil Federal y correlativos locales, como el 1830 Bis en Chihuahua).

Para accionar jurídicamente con eficacia, no basta tener la razón. Se requiere una defensa estructurada, con sustento técnico, prudencia procesal y respaldo institucional. En México, el peso de la justicia suele inclinarse no por el mérito moral, sino por la fuerza profesional y reputacional de quien litiga. Por eso, una defensa con conocimiento, trayectoria y presencia real se convierte en contrapeso necesario frente a redes de protección mutua.

Destapar la coladera siendo un hervidero de cucarachas, exige método: si se hace sin estrategia, el caso se desborda. Con argumentos sólidos y respaldo jurídico, la verdad encuentra camino. Lo irónico -y doloroso- es que a veces quienes ejercieron violencia terminan premiados por el sistema, con ascensos o cargos públicos desde los cuales deberían proteger los derechos humanos. Es la contradicción más grande de nuestro tiempo: impunidad revestida de moralidad.

Justicia sin ideología

Este no es un alegato de banderas, sino de principios. El dolor no tiene no tiene color y tampoco género, y mucho menos, la dignidad humana. No se trata de enfrentar hombres contra mujeres, sino conductas que someten contra personas que sufren. La justicia debe mirar hechos, no consignas. En tiempos de estridencia, conviene recordar que el derecho se sostiene en pruebas, no en narrativas; en razones, no en etiquetas. Convertir el dolor en bandera política perpetúa resentimientos y enturbia lo que la Ley debe proteger con claridad, la verdad y la dignidad.

El ejercicio jurídico como consecuencia, no como guerra

Muchas veces se cree que, cuando se ejerce la vía judicial, surge en automático una figura a la que se le denomina “enemigo”. Pero el ejercicio del derecho no es un acto de confrontación, sino de garantía. La Ley no se activa por venganza, sino por consecuencia de una decisión de realizar ciertas conductas; cada demanda, cada escrito, cada promoción es la materialización jurídica de esas elecciones previas -acciones, omisiones, abusos o desinterés- que alguien tomó. Actuar jurídicamente no es más que reclamar un equilibrio vulnerado. Devolverle la dignidad a quien se le transgredió.

Por eso, cuando una parte decide no asumir las consecuencias de sus actos, el derecho se convierte en el recordatorio inevitable de esa omisión.

Daño moral y reparación integral

El daño moral no se reduce a una cifra, apunta a restablecer el equilibrio emocional y social de la persona agraviada. Los jueces, al cuantificarlo, deben ponderar la magnitud del sufrimiento, la pérdida de prestigio, la afectación psicológica, la proyección pública del agravio y la intensidad de la intromisión en la vida privada. La reparación integral incluye el aspecto económico, pero también medidas de satisfacción, garantías de no repetición y acceso a atención psicológica o psiquiátrica.

Actuar con estrategia, no con impulso

La respuesta no es el actuar por impulso, por el sentimiento que causa sino desde la inteligencia. Las denuncias mediáticas pueden agitar la opinión, pero la transformación real ocurre al trabajar desde los mecanismos de justicia, con pruebas, fundamentos y anticipación estratégica. Los despachos consolidados -con experiencia, criterio y relaciones institucionales- no son un lujo, sino una necesidad táctica pues pueden llegar a ser el equilibrio que convierte una queja en una causa sostenible.

En Maclovio Murillo & Asociados, manejamos un lema que es uno de nuestros rectores: “no vivir de nuestros fracasos, sino de nuestros éxitos”. Por eso, cuando llega un caso de esta naturaleza, no se improvisa, se analiza su viabilidad jurídica, se ordena la evidencia y se elige el momento procesal exacto para actuar. En estos temas, el impulso destruye lo que una defensa bien estructurada puede ganar.

Asesoría profesional y uso responsable de los medios

Si tú o alguien cercano sufre violencia de este tipo, acude a abogados especializados, te ayudarán a contener la situación y a trazar la estrategia idónea. Antes de recurrir a colectivos o hacer el caso mediático, consulta primero. Con una estructura legal sólida, los colectivos y la opinión pública pueden ser aliados estratégicos, pero solo si intervienen en el momento justo.

La justicia no se improvisa: se planea, se sostiene y se conquista.

La ironía y la urgencia

Muchos de estos casos se habrían evitado si el sistema hubiera hecho su parte. Como eso no siempre ocurre, urge actuar con diligencia y estrategia. En este país, el silencio se compra, la verdad se castiga y la justicia se conquista, no se espera. A veces, separarse del agresor -aunque duela- es el primer acto de libertad: un paso hacia la reconstrucción, hacia una vida donde el poder no se confunda con el amor y donde la dignidad vuelva a ocupar su lugar.

Diana Murillo

Abogada